Desde muy pequeña fui una lectora incansable y entregada, nada se hacía demasiado grande ni demasiado árido para mí, nada me desalentaba de esa afición que llenaba casi todo mi tiempo libre y que llegaba hasta el extremo de engañar a mi madre, cuando me ordenaba dormir, leyendo bajo las sábanas con una linterna hasta altas horas de la madrugada. En una realidad dura y triste, con pocas oportunidades para la diversión y el esparcimiento, la lectura constituyó un maravilloso refugio donde esconder mi soledad para inventarme mundos felices y una herramienta poderosa para desarrollar mi imaginación. Tan intensa fue mi historia de amor con la lectura que excluyó durante mucho tiempo a cualquier otra actividad de ocio y me proporcionó un hábito autodidacta que aún perdura, porque si algo está escrito y puede leerse, yo no quiero que nadie me lo cuente, simplemente leo y aprendo, cuando quiero y hasta donde quiero, poniendo mis propios límites y esa es mi forma de aprender casi siempre. Y también fue mi forma de viajar hasta hace bien poco, viajar a través de la literatura, de los libros de viajes, de los atlas, de los mapas, viajar con la mente, empapándome de cada detalle hasta tener la sensación de haber estado en un determinado lugar y conocerlo casi como si lo hubiera vivido. Así, a lo largo de toda una vida, fui alimentando un universo de lugares leídos, soñados, idealizados, a los que esperaba viajar en persona más tarde o más temprano: Venecia, Toscana y Petra, seguidas de Pompeya, Roma y Provenza ocuparon mi lista de prioridades desde que tengo memoria, quizá desde los 11 o 12 años.
Finalmente la vida decidió empezar a regalarme instantes felices y, con ayuda de mis hijas, todos mis viajes soñados han empezado a hacerse realidad y creo que los estoy disfrutando doblemente quizá por haberlos deseado tanto tiempo. De todos ellos, Venecia fue el que tuvo una vinculación más fuerte y persistente con mi lado más romántico y con 50 años de retraso he podido finalmente cumplir ese sueño. Ahora que la he conocido, pisado, mirado, respirado, paseado, fotografiado, ahora que ya es de verdad, Venecia es aún más hermosa de como yo la imaginaba, aunque ha sido como un reencuentro, porque yo ya la conocía sin haberla visto.
Y este post es un regalo para Venecia, un agradecimiento por esperarme, por ser tan bella, por estar aún a flote y por conservar esa majestuosa decadencia que retrata fielmente su historia de orgullosa y riquísima república.
La Sereníssima me recibió envuelta en flores de Glicinia (o Wisteria si lo preferís), espléndidas cascadas de racimos invadiendo muros y pérgolas, portales y jardines, que llenan el aire de un aroma delicioso y convierten el paseo en un deleite total. Estas son solo algunas de las glicinias que respiré de cerca, porque sería imposible fotografiarlas todas. A veces he oído algunos comentarios despectivos acerca de olores desagradables en Venecia y aunque nunca les he dado mucho crédito ahora los descarto totalmente porque, para mí, Venecia es hermosa, Venecia huele a glicinias.