¿MÁS VALE TARDE...?
A los 12 años me enamoré platónicamente (estúpidamente) de un chico un poquito mayor que yo con el que me encontraba cada día en la ruta de casa al instituto y viceversa. Él iba al instituto masculino y yo al femenino, claro está. Era alto, o a mí me lo parecía, moreno, con ojos oscuros, atlético, bien vestido y guapísimo, o a mí me lo parecía.
Cada día yo lo veía y cada día él no me veía a mí, es más, creo que nunca se percató de que yo era un ser humano de un género interesante; tengo que reconocer que por aquel entonces yo tenía bigote y pelos en las piernas (ahora también, pero se llevan los pantalones y no estoy enamorada de nadie). Jamás supe cómo se llamaba, dónde vivía, a qué dedicaba el tiempo libre.
Mi arrobamiento duró un montón de años, incluso después de abandonar el instituto, cosa que hice a los 14 años para empezar a trabajar. Luego le perdí la pista, quizá porque se marchó a estudiar fuera o, simplemente, porque dejamos de hacer trayectos coincidentes y no volví a verlo.
Unos 20 años más tarde, casada, con dos hijas, pasaba mis vacaciones de verano en un pueblo castellano de esos que son una calle con cosas por los lados, es decir, que todo pasa en esa calle principal, incluso los coches.
Es un verano especial, he pasado el curso haciendo dieta, he tomado el sol, me he comprado unos conjuntos modernísimos y minifalderos de la entonces novedosa "Don Algodón" y me he depilado, así que estoy yo moníííísima de la muerte.
En estas condiciones y perfectamente arreglada, salgo a hacer la compra diaria y bajo por "esa calle" dando un paseo. A mitad del recorrido me encuentro con un grupito de gente charlando en la acera (creo recordar dos hombres y una señora) y observo que uno de los señores se queda mirándome desde un rato lejos "de esa forma" que casi le impide seguir la conversación: es ÉL, mi antiguo amor imposible que, ¡¡¡AHORA SÍ!!!, me ha visto y me evalúa positivamente (eso se nota, ¿no?) Yo también lo veo y, además, lo reconozco pese a que el tiempo ha hecho estragos con él: sigue siendo alto, pero para entonces ya es calvo, tiene barriga y encima va penosamente vestido (para mi criterio).
Podéis imaginar que, tras la sorpresa inicial que me hace incluso perder el paso, siento una íntima satisfacción porque, en ese momento, pienso que en la mutua comparación salgo ganando.
Superado el susto, sigo mi camino y hago mis recados sin más contratiempos, regresando a casa cargada con las típicas "dos mil" bolsas que las mujeres parecemos traer de serie cuando nos paren.
En un punto del recorrido un coche se detiene a mi lado, toca el cláxon y un señor encantador asoma su cabeza por la ventanilla para ofrecerme ayuda: "Perdona, ¿me dejas que te ayude?, llevas demasiado peso".
Casi sin pararme lo miré echando fuego por los ojos y la nariz y le espeté como un disparo: "Haberlo pensado hace veinte años, gilipollas", saldando de una vez toda la frustración que me había hecho sentir durante tanto tiempo y seguí mi camino sin pararme.
Imagino que se habrá preguntado alguna vez qué quise decir.
¡Ah!, nunca más hemos vuelto a coincidir.